Se mancharon mis paredes con el rojo atardecer
de esa tarde que caía derramándose
del horizonte lejano.
No puedo describir ese olor desconocido.
Es como el olor de cuando algo nace,
olor a vida.
No se respiraba alquitrán, ni humo,
No se respiraba prisas, ni agitaciones.
Aire libre de intoxicaciones.
Aquella mujer me pedía que me quedase un poco más con
ella,
que me olvidase de los interrogantes que me presentaba el
mundo que había tras la puerta,
Me acogía en sus brazos,
me estrujaba sobre sus pechos.
Siempre repetía:
“Aquí estarás bien,
no abriré más la puerta cuando llamen
las decepciones,
ni cuando venga aquel arquero que te hizo tanto mal.
No pasaran aquellas sombras que delataban el arma blanca
que muchas personas escondían tras la espalda.
Yo no te dejare jamás.”
Recuerdo angustiada tanto sus palabras.
La quería por su tranquilidad momentánea,
pero esa tranquilidad venia sola,
como estaba yo en ese momento…
...porque esa mujer era la Soledad.
Conviví con ella un tiempo,
hasta que decidí tomarme unas vacaciones
montándome en este tiovivo,
lleno de subidas y bajadas,
tan decorado de tragos amargos,
dulces, rojos, negros...
Rodeada de tanta gente que grita asustada
y tanta otra que se divierte de los altibajos de ese caballo
que es tan tenaz y ciego
diriguido como la maquinaria de cualquier otra atracción
por alguien que desde algún sitio,
hizo que nos cruzasemos en nuestro destino.
Rodeada de emociones a cada instante,
mire donde mire.
Me atreví a subir,
a vivir sin esa mujer por un tiempo
hasta que apareciese de nuevo el vértigo aquel,
tan amigo de esa mujer cálida "Soledad" ,
que te espera con un abrazo
cuando estés dispuesta a bajar mareada,
por la embriaguez que produce el hecho de ser jinetes
en el tiovivo de emociones.
Sheila.